domingo, 8 de enero de 2012

La doncella de Montrondo y el monstruo del Llao

Entrada tomada de:


Atendiendo a razones puramente artísticas, creo que la imagen que ocupa la casa
principal en el retablo mayor en la iglesia de Montrondo es la más interesante del
todo conjunto. Pero hay más razones para el interés.



¿Quién es el personaje?


Hoy día tiene que andar con ojo quien acuda a un proveedor de objetos sacros para adquirir la imagen de un santo. Ha de saber muy bien qué es lo que busca. Sobre todo si el bienaventurado habitó in hac lacrimarum valle antes del XVI. Porque la hagiografía e iconografía relacionada c
on los quince primeros siglos del cristianismo parece estar algo embrollada. Hay mucho nombre repetido, mucha leyenda recompuesta, mucho atributo int
ercambiado. Así las cosas, y más aún en los tiempos que corren, el vendedor puede estar más atento a cerrar el negocio que a poner mucho rigor en él y arriesgarse a perderlo. Sé de una parroquia a la que, hace unas décadas, le colocaron un santo por otro. Ahora los fieles, sin saberlo, rezan y piden mercedes al intercesor equivocado. No sé cómo les irá.






Iglesia de Santa Marta, en Montrondo.

La iglesia omañesa de Montrondo está dedicada a Santa Marta, pero la casa principal del retablo mayor exhibe a Santa Marina. (Santa Marta no aparece por ningún lado). La circunstancia es extraña, sí, pero no me parece producto de un error como el relatado anteriormente. Quede claro. La parroquia de Montrondo adquirió esta imagen a mediados
de la Edad Moderna y, como bien se sabe, los asuntos de religión se llevaban con rigor extremo durante aquellas centurias. O sea que lo ocurrido aquí no debe de ser fruto de una confusión sino, más bien, algo intencionado. Vayamos por partes. Sin duda, la talla corresponde a Santa Marina de Antioquía. Así la llamaron y aun la llaman los cristianos ortodoxos aunque, en occidente, también se la conoce en ocasión es como Santa Margarita. (Ojo, porque Santas Margaritas las hay también surtidas).
Los bizantinos la representan castigando al demonio a mazazo limpio. Pero, en el occidente europeo, la leyenda de esta mártir fue retocada con alguna innovación interesante que restó protagonismo a la maza en favor de la Cruz.
Santa Marina tuvo una vida muy corta pero tremenda. Convertida a la fé verdadera en su juventud, los intolerantes sacerdotes paganos la sometieron a todo tipo de tormentos, a cual más bestia. Acaso el menos truculento, el único con final feliz (aunque no definitivo) fue aquel en que un dragón trató de devorarla y digerirla. La doncella utilizó un crucifijo que llevaba consigo para rasgar la panza del bicho y salir triunfante. A efectos materiales la victoria fue pírrica ya que, poco después, los fanáticos ordenaron decapitar a la muchacha junto con quince mil correligionarios suyos, nada menos. Estos hechos habrían ocurrido a principios del siglo IV.
Andando el tiempo, le leyenda de Santa Marina sería objeto de sucesivas adaptaciones y mejoras, mayormente de matiz. El caso es que, desde muy antiguo, suele ser representada como una virgen gloriosa que pisa la cabeza de un monstruo mientras levanta con una mano el crucifijo y alza en la otra la palma del martirio.
El cabezón del monstruo -con rasgos entremezclados de gocho, lobo y burro zamorano- es bien visible en la talla de Montrondo. De la cruz que la santa llevaría en su mano izquierda solo queda el palo inferior y la palma del martirio desapareció por completo.


Santa Marina de Antioquía es patrona universal de las parturientas. Fascinante casualidad en una parroquia cuyas feligresas bendicen muy frecuentemente a Omaña con partos dobles. Pero vayamos al grano, porque más fascinante aún, y quizá nada casual, es la similitud entre el episodio biográfico de Santa Marina enfrentada al dragón y la siniestra leyenda atribuida a la laguna de Montrondo.


La reliquia de las eras glaciares que en Montrondo se conoce como El Llao o El Chao (El Lago), se encuentra a unos 1.800 metros de altitud, al pie de la peña de Los Dados y muy próxima a la cumbre sudoeste del Tambarón. Hay que caminar unos ocho kilómetros y salvar quinientos metros de desnivel para llegar desde el pueblo hasta allá arriba.
Como ocurrió en tiempos pasados con cualquier excepcionalidad geográfica, El Llao también mereció tener su leyenda. El mito del dragón del Llao tiene versiones que difieren algo entre un pueblo y otro o según el filandón en que se escuchen y la capacidad fabuladora del relator.
En Montrondo oí decir que, en la antigüedad remota, El Llao era morada de una serpiente descomunal que mantenía aterrorizada a toda la feligresía. Exigía que los vecinos, cada año, por la fiesta del Corpus, le entregaran una doncella.
La elección de la víctima se hacía por sorteo y, en cierta ocasión, le toco el turno a la familia de un poderoso quien, a base de dinero y coacciones, logró sustituir a su hija por la moza de una casa muy pobre. En víspera del Corpus, cuando la humilde muchacha subía hacia El Llao para sacrificarse, saliole al paso una hermosa y dulce anciana, acaso la Virgen, quien entregándole un rosario le advirtió:
- Cuando la serpiente asome la cabeza fuera del agua, échaselo entre las fauces.
Y así ocurrió. Arrojole el rosario y la bicha murió entre horribles estertores, con la cruz atravesada en el tragadero. El cuerpo desapareció en el fondo para siempre jamás.
Al oeste del Tambarón, en el hermoso lugar de Salientes, la siniestra fama de El Llao también infundió en su tiempo mucho temor. Charlando hace unos días con Carmen, la artista de las Mil Madreñas Rojas, ella recordaba los años de su infancia, cuando le hablaban de una horrible serpiente que, por llevar viviendo en El Llao desde siempre, zampando ganados y pastores, había llegado a alcanzar un tamaño descomunal.
- No sé si la laguna causaba inquietud porque todos sabíamos que allí se ocultaba el monstruo o, por el contrario, fue la inquietud de los antiguos pastores la que terminó dando origen al mito. Así son también las leyendas, reveladoras y equívocas, como la voz de las Pitias.
El caso es que la laguna del Tambarón era inquietante y a mí, de pequeña, su solo nombre me causaba terror.
Parte de aquel pozo tiene un fondo más o menos claro y pedregoso pero el resto está cubierto de limo y de plantas acuáticas. Si arrojas una piedra en esa zona, ni siquiera escuchas el golpe contra el agua. Siempre oí decir que por allí había tragaderos profundos de donde jamás volvía a emerger lo que entraba. Todo el mundo sabía que varios bueyes de Montrondo habían desaparecido por aventurarse a beber más adentro de lo habitual y prudente.
En Salientes nunca nos explicaban con detalle cómo había sido la relación de los vecinos con la serpiente en aquellos tiempos del terror. Contaban que los antiguos habían llegado a un pacto, según el cual, el monstruo se comprometía a permanecer en las profundidades, sin dejarse ver, sin atacar a nadie, a cambio de que una persona del pueblo acudiera cada día de San Juan, a la salida del sol, para servirle de alimento.
Y así ocurría uno y otro año. Al amanecer de cada 24 de junio aparecía la bicha y, después de engullir a la víctima, volvía a dormitar en el fondo.
La persona que debía sacrificarse era determinada por sorteo. Y ocurrió que, en cierta ocasión, le tocó la desgracia a un anciano viudo y con varios hijos. Uno de ellos, la muchacha mayor, pensó que sería tremendo para sus hermanos perder al padre, por más que fuera hombre viejo. Y decidió entregarse ella misma al monstruo.
En la víspera de San Juan, por la tarde, la rapaza se puso en camino con intención de ir dormir al otro lado del Tambarón y despertar junto al agua, como exigía el acuerdo. Esta es la parte de la leyenda que más me angustiaba cuando yo era niña. El camino por donde subía la pobre muchacha era la senda de La Perdiguera, hoy ya extraviada. Pensábamos nosotros en lo que sentiría mientras doblaba las curvas, montaña arriba, viendo alejarse todo lo que conocía, sin nadie que la acompañase, yendo a encontrarse con la serpiente que emergería y la engulliría en cuanto el primer rayo del sol se posase en el agua opaca.
Esto es lo que afirmaba la tradición, aunque nadie sabía de verdad lo que allí ocurría. Sencillamente, los que iban no volvían ni aparecía rastro de ellos nunca más.
Rememoro la historia y, aun hoy, la ascensión de la chica por La Perdiguera arriba me parece lo más angustioso, lo más insoportable. Hasta el momento en que se encuentra con alguien que viene en sentido contrario. Es una mujer que desciende llevando un saco al hombro, que se detiene a la altura de la muchacha y trata de saber a dónde va por aquellos andurriales y a tales horas. La moza se lo explica. Lo que escucha la dama del saco es tremendo. La mira compasiva, busca algo entre sus ropas y le entrega un rosario advirtiendo que, tan pronto como la serpiente abra sus fauces para devorarla, se lo arroje dentro.
Al amanecer, el primer rayo de sol alcanza la superficie de la laguna. El agua se agita, se alborota y emerge la cabeza chorreante del monstruo que la mira, que se acerca ...
En cuanto la chica tiene ante sí aquella enorme boca abierta de par en par y siente el apestoso vaho del aliento, lanza dentro el rosario con todas sus fuerzas.
Entonces ocurre el milagro. En la garganta, el rosario crece súbitamente hasta convertirse en una inmensa cadena que se enreda por dentro y por fuera de la bicha y la arrastra hacia al fondo.
Según la mayoría de las versiones que escuché, la campesina del saco era la Virgen. Según todas, la serpiente aún sigue allí, apresada entre los goznes de la cadena. Nadie la ha vuelto a ver pero se sabe que por San Juan, al amanecer, cuando el primer rayo de sol pinta la laguna, se estremecen las aguas y parece oirse como un ruido metálico. La bestia recuerda que es el día y el momento de emerger para cobrar el tributo. Pero no puede hacerlo porque las cadenas se lo impiden y, después de un rato de furia, regresa al letargo.
Algunos han querido comprobar si esto que ocurre en las mañanas de San Juan es cierto, pero todos fracasan porque, al parecer, por alguna razón imposible de explicar, nadie aguanta en vela al pie del agua hasta el momento en que el alba se anuncia.

¿Y qué fue de Santa Marta?

Nota:

La iglesia ortodoxa sigue hoy venerando a la mártir Marina de Antioquía. Cuando su culto fue exportado a occidente, paso a llamarse Santa Margarita en algunas regiones. En las representaciones más antiguas (iconos coptos y bizantinos) aparece agarrando al demonio y propinándole golpes de maza en la cabeza, en alusión a la victoria sobre el pecado. En Occidente, el diablo fue reemplazado por un dragón y la leyenda incorporó un episodio nuevo: el demonio, bajo la forma de un enorme reptil, la habría atacado y ella lo rechazó con la Cruz.
A través de los siglos, la leyenda de Santa Marina de Antioquía se fue confundiendo con la de otras mártires. Alguna de ellas lleva el mismo nombre, como es el caso de la gallega Santa Marina de Aguas Santas.


Extracto de la web:

La doncella de Montrondo y el monstruo del Llao


Entrada tomada de:


Atendiendo a razones puramente artísticas, creo que la imagen que ocupa la casa principal en el retablo mayor en la iglesia de Montrondo es la más interesante del todo conjunto. Pero hay más razones para el interés.





¿Quién es el personaje?


Hoy día tiene que andar con ojo quien acuda a un proveedor de objetos sacros para adquirir la imagen de un santo. Ha de saber muy bien qué es lo que busca. Sobre todo si el bienaventurado habitó in hac lacrimarum valle antes del XVI. Porque la hagiografía e iconografía relacionada c
on los quince primeros siglos del cristianismo parece estar algo embrollada. Hay mucho nombre repetido, mucha leyenda recompuesta, mucho atributo int
ercambiado. Así las cosas, y más aún en los tiempos que corren, el vendedor puede estar más atento a cerrar el negocio que a poner mucho rigor en él y arriesgarse a perderlo. Sé de una parroquia a la que, hace unas décadas, le colocaron un santo por otro. Ahora los fieles, sin saberlo, rezan y piden mercedes al intercesor equivocado. No sé cómo les irá.






Iglesia de Santa Marta, en Montrondo.

La iglesia omañesa de Montrondo está dedicada a Santa Marta, pero la casa principal del retablo mayor exhibe a Santa Marina. (Santa Marta no aparece por ningún lado). La circunstancia es extraña, sí, pero no me parece producto de un error como el relatado anteriormente. Quede claro. La parroquia de Montrondo adquirió esta imagen a mediados
de la Edad Moderna y, como bien se sabe, los asuntos de religión se llevaban con rigor extremo durante aquellas centurias. O sea que lo ocurrido aquí no debe de ser fruto de una confusión sino, más bien, algo intencionado. Vayamos por partes. Sin duda, la talla corresponde a Santa Marina de Antioquía. Así la llamaron y aun la llaman los cristianos ortodoxos aunque, en occidente, también se la conoce en ocasión es como Santa Margarita. (Ojo, porque Santas Margaritas las hay también surtidas).
Los bizantinos la representan castigando al demonio a mazazo limpio. Pero, en el occidente europeo, la leyenda de esta mártir fue retocada con alguna innovación interesante que restó protagonismo a la maza en favor de la Cruz.
Santa Marina tuvo una vida muy corta pero tremenda. Convertida a la fé verdadera en su juventud, los intolerantes sacerdotes paganos la sometieron a todo tipo de tormentos, a cual más bestia. Acaso el menos truculento, el único con final feliz (aunque no definitivo) fue aquel en que un dragón trató de devorarla y digerirla. La doncella utilizó un crucifijo que llevaba consigo para rasgar la panza del bicho y salir triunfante. A efectos materiales la victoria fue pírrica ya que, poco después, los fanáticos ordenaron decapitar a la muchacha junto con quince mil correligionarios suyos, nada menos. Estos hechos habrían ocurrido a principios del siglo IV.
Andando el tiempo, le leyenda de Santa Marina sería objeto de sucesivas adaptaciones y mejoras, mayormente de matiz. El caso es que, desde muy antiguo, suele ser representada como una virgen gloriosa que pisa la cabeza de un monstruo mientras levanta con una mano el crucifijo y alza en la otra la palma del martirio.
El cabezón del monstruo -con rasgos entremezclados de gocho, lobo y burro zamorano- es bien visible en la talla de Montrondo. De la cruz que la santa llevaría en su mano izquierda solo queda el palo inferior y la palma del martirio desapareció por completo.


Santa Marina de Antioquía es patrona universal de las parturientas. Fascinante casualidad en una parroquia cuyas feligresas bendicen muy frecuentemente a Omaña con partos dobles. Pero vayamos al grano, porque más fascinante aún, y quizá nada casual, es la similitud entre el episodio biográfico de Santa Marina enfrentada al dragón y la siniestra leyenda atribuida a la laguna de Montrondo.


La reliquia de las eras glaciares que en Montrondo se conoce como El Llao o El Chao (El Lago), se encuentra a unos 1.800 metros de altitud, al pie de la peña de Los Dados y muy próxima a la cumbre sudoeste del Tambarón. Hay que caminar unos ocho kilómetros y salvar quinientos metros de desnivel para llegar desde el pueblo hasta allá arriba.
Como ocurrió en tiempos pasados con cualquier excepcionalidad geográfica, El Llao también mereció tener su leyenda. El mito del dragón del Llao tiene versiones que difieren algo entre un pueblo y otro o según el filandón en que se escuchen y la capacidad fabuladora del relator.
En Montrondo oí decir que, en la antigüedad remota, El Llao era morada de una serpiente descomunal que mantenía aterrorizada a toda la feligresía. Exigía que los vecinos, cada año, por la fiesta del Corpus, le entregaran una doncella.
La elección de la víctima se hacía por sorteo y, en cierta ocasión, le toco el turno a la familia de un poderoso quien, a base de dinero y coacciones, logró sustituir a su hija por la moza de una casa muy pobre. En víspera del Corpus, cuando la humilde muchacha subía hacia El Llao para sacrificarse, saliole al paso una hermosa y dulce anciana, acaso la Virgen, quien entregándole un rosario le advirtió:
- Cuando la serpiente asome la cabeza fuera del agua, échaselo entre las fauces.
Y así ocurrió. Arrojole el rosario y la bicha murió entre horribles estertores, con la cruz atravesada en el tragadero. El cuerpo desapareció en el fondo para siempre jamás.
Al oeste del Tambarón, en el hermoso lugar de Salientes, la siniestra fama de El Llao también infundió en su tiempo mucho temor. Charlando hace unos días con Carmen, la artista de las Mil Madreñas Rojas, ella recordaba los años de su infancia, cuando le hablaban de una horrible serpiente que, por llevar viviendo en El Llao desde siempre, zampando ganados y pastores, había llegado a alcanzar un tamaño descomunal.
- No sé si la laguna causaba inquietud porque todos sabíamos que allí se ocultaba el monstruo o, por el contrario, fue la inquietud de los antiguos pastores la que terminó dando origen al mito. Así son también las leyendas, reveladoras y equívocas, como la voz de las Pitias.
El caso es que la laguna del Tambarón era inquietante y a mí, de pequeña, su solo nombre me causaba terror.
Parte de aquel pozo tiene un fondo más o menos claro y pedregoso pero el resto está cubierto de limo y de plantas acuáticas. Si arrojas una piedra en esa zona, ni siquiera escuchas el golpe contra el agua. Siempre oí decir que por allí había tragaderos profundos de donde jamás volvía a emerger lo que entraba. Todo el mundo sabía que varios bueyes de Montrondo habían desaparecido por aventurarse a beber más adentro de lo habitual y prudente.
En Salientes nunca nos explicaban con detalle cómo había sido la relación de los vecinos con la serpiente en aquellos tiempos del terror. Contaban que los antiguos habían llegado a un pacto, según el cual, el monstruo se comprometía a permanecer en las profundidades, sin dejarse ver, sin atacar a nadie, a cambio de que una persona del pueblo acudiera cada día de San Juan, a la salida del sol, para servirle de alimento.
Y así ocurría uno y otro año. Al amanecer de cada 24 de junio aparecía la bicha y, después de engullir a la víctima, volvía a dormitar en el fondo.
La persona que debía sacrificarse era determinada por sorteo. Y ocurrió que, en cierta ocasión, le tocó la desgracia a un anciano viudo y con varios hijos. Uno de ellos, la muchacha mayor, pensó que sería tremendo para sus hermanos perder al padre, por más que fuera hombre viejo. Y decidió entregarse ella misma al monstruo.
En la víspera de San Juan, por la tarde, la rapaza se puso en camino con intención de ir dormir al otro lado del Tambarón y despertar junto al agua, como exigía el acuerdo. Esta es la parte de la leyenda que más me angustiaba cuando yo era niña. El camino por donde subía la pobre muchacha era la senda de La Perdiguera, hoy ya extraviada. Pensábamos nosotros en lo que sentiría mientras doblaba las curvas, montaña arriba, viendo alejarse todo lo que conocía, sin nadie que la acompañase, yendo a encontrarse con la serpiente que emergería y la engulliría en cuanto el primer rayo del sol se posase en el agua opaca.
Esto es lo que afirmaba la tradición, aunque nadie sabía de verdad lo que allí ocurría. Sencillamente, los que iban no volvían ni aparecía rastro de ellos nunca más.
Rememoro la historia y, aun hoy, la ascensión de la chica por La Perdiguera arriba me parece lo más angustioso, lo más insoportable. Hasta el momento en que se encuentra con alguien que viene en sentido contrario. Es una mujer que desciende llevando un saco al hombro, que se detiene a la altura de la muchacha y trata de saber a dónde va por aquellos andurriales y a tales horas. La moza se lo explica. Lo que escucha la dama del saco es tremendo. La mira compasiva, busca algo entre sus ropas y le entrega un rosario advirtiendo que, tan pronto como la serpiente abra sus fauces para devorarla, se lo arroje dentro.
Al amanecer, el primer rayo de sol alcanza la superficie de la laguna. El agua se agita, se alborota y emerge la cabeza chorreante del monstruo que la mira, que se acerca ...
En cuanto la chica tiene ante sí aquella enorme boca abierta de par en par y siente el apestoso vaho del aliento, lanza dentro el rosario con todas sus fuerzas.
Entonces ocurre el milagro. En la garganta, el rosario crece súbitamente hasta convertirse en una inmensa cadena que se enreda por dentro y por fuera de la bicha y la arrastra hacia al fondo.
Según la mayoría de las versiones que escuché, la campesina del saco era la Virgen. Según todas, la serpiente aún sigue allí, apresada entre los goznes de la cadena. Nadie la ha vuelto a ver pero se sabe que por San Juan, al amanecer, cuando el primer rayo de sol pinta la laguna, se estremecen las aguas y parece oirse como un ruido metálico. La bestia recuerda que es el día y el momento de emerger para cobrar el tributo. Pero no puede hacerlo porque las cadenas se lo impiden y, después de un rato de furia, regresa al letargo.
Algunos han querido comprobar si esto que ocurre en las mañanas de San Juan es cierto, pero todos fracasan porque, al parecer, por alguna razón imposible de explicar, nadie aguanta en vela al pie del agua hasta el momento en que el alba se anuncia.

¿Y qué fue de Santa Marta?

Nota:

La iglesia ortodoxa sigue hoy venerando a la mártir Marina de Antioquía. Cuando su culto fue exportado a occidente, paso a llamarse Santa Margarita en algunas regiones. En las representaciones más antiguas (iconos coptos y bizantinos) aparece agarrando al demonio y propinándole golpes de maza en la cabeza, en alusión a la victoria sobre el pecado. En Occidente, el diablo fue reemplazado por un dragón y la leyenda incorporó un episodio nuevo: el demonio, bajo la forma de un enorme reptil, la habría atacado y ella lo rechazó con la Cruz.
A través de los siglos, la leyenda de Santa Marina de Antioquía se fue confundiendo con la de otras mártires. Alguna de ellas lleva el mismo nombre, como es el caso de la gallega Santa Marina de Aguas Santas.


Extracto de la web:

La doncella de Montrondo y el monstruo del Llao


Entrada tomada de:


Atendiendo a razones puramente artísticas, creo que la imagen que ocupa la casa principal en el retablo mayor en la iglesia de Montrondo es la más interesa

nte del todo conjunto. Pero hay más razones para el interés.





¿Quién es el personaje?


Hoy día tiene que andar con ojo quien acuda a un proveedor de objetos sacros para adquirir la imagen de un santo. Ha de saber muy bien qué es lo que busca. Sobre todo si el bienaventurado habitó in hac lacrimarum valle antes del XVI. Porque la hagiografía e iconografía relacionada c
on los quince primeros siglos del cristianismo parece estar algo embrollada. Hay mucho nombre repetido, mucha leyenda recompuesta, mucho atributo int
ercambiado. Así las cosas, y más aún en los tiempos que corren, el vendedor puede estar más atento a cerrar el negocio que a poner mucho rigor en él y arriesgarse a perderlo. Sé de una parroquia a la que, hace unas décadas, le colocaron un santo por otro. Ahora los fieles, sin saberlo, rezan y piden mercedes al intercesor equivocado. No sé cómo les irá.






Iglesia de Santa Marta, en Montrondo.

La iglesia omañesa de Montrondo está dedicada a Santa Marta, pero la casa principal del retablo mayor exhibe a Santa Marina. (Santa Marta no aparece por ningún lado). La circunstancia es extraña, sí, pero no me parece producto de un error como el relatado anteriormente. Quede claro. La parroquia de Montrondo adquirió esta imagen a mediados
de la Edad Moderna y, como bien se sabe, los asuntos de religión se llevaban con rigor extremo durante aquellas centurias. O sea que lo ocurrido aquí no debe de ser fruto de una confusión sino, más bien, algo intencionado. Vayamos por partes. Sin duda, la talla corresponde a Santa Marina de Antioquía. Así la llamaron y aun la llaman los cristianos ortodoxos aunque, en occidente, también se la conoce en ocasión es como Santa Margarita. (Ojo, porque Santas Margaritas las hay también surtidas).
Los bizantinos la representan castigando al demonio a mazazo limpio. Pero, en el occidente europeo, la leyenda de esta mártir fue retocada con alguna innovación interesante que restó protagonismo a la maza en favor de la Cruz.
Santa Marina tuvo una vida muy corta pero tremenda. Convertida a la fé verdadera en su juventud, los intolerantes sacerdotes paganos la sometieron a todo tipo de tormentos, a cual más bestia. Acaso el menos truculento, el único con final feliz (aunque no definitivo) fue aquel en que un dragón trató de devorarla y digerirla. La doncella utilizó un crucifijo que llevaba consigo para rasgar la panza del bicho y salir triunfante. A efectos materiales la victoria fue pírrica ya que, poco después, los fanáticos ordenaron decapitar a la muchacha junto con quince mil correligionarios suyos, nada menos. Estos hechos habrían ocurrido a principios del siglo IV.
Andando el tiempo, le leyenda de Santa Marina sería objeto de sucesivas adaptaciones y mejoras, mayormente de matiz. El caso es que, desde muy antiguo, suele ser representada como una virgen gloriosa que pisa la cabeza de un monstruo mientras levanta con una mano el crucifijo y alza en la otra la palma del martirio.
El cabezón del monstruo -con rasgos entremezclados de gocho, lobo y burro zamorano- es bien visible en la talla de Montrondo. De la cruz que la santa llevaría en su mano izquierda solo queda el palo inferior y la palma del martirio desapareció por completo.


Santa Marina de Antioquía es patrona universal de las parturientas. Fascinante casualidad en una parroquia cuyas feligresas bendicen muy frecuentemente a Omaña con partos dobles. Pero vayamos al grano, porque más fascinante aún, y quizá nada casual, es la similitud entre el episodio biográfico de Santa Marina enfrentada al dragón y la siniestra leyenda atribuida a la laguna de Montrondo.


La reliquia de las eras glaciares que en Montrondo se conoce como El Llao o El Chao (El Lago), se encuentra a unos 1.800 metros de altitud, al pie de la peña de Los Dados y muy próxima a la cumbre sudoeste del Tambarón. Hay que caminar unos ocho kilómetros y salvar quinientos metros de desnivel para llegar desde el pueblo hasta allá arriba.
Como ocurrió en tiempos pasados con cualquier excepcionalidad geográfica, El Llao también mereció tener su leyenda. El mito del dragón del Llao tiene versiones que difieren algo entre un pueblo y otro o según el filandón en que se escuchen y la capacidad fabuladora del relator.
En Montrondo oí decir que, en la antigüedad remota, El Llao era morada de una serpiente descomunal que mantenía aterrorizada a toda la feligresía. Exigía que los vecinos, cada año, por la fiesta del Corpus, le entregaran una doncella.
La elección de la víctima se hacía por sorteo y, en cierta ocasión, le toco el turno a la familia de un poderoso quien, a base de dinero y coacciones, logró sustituir a su hija por la moza de una casa muy pobre. En víspera del Corpus, cuando la humilde muchacha subía hacia El Llao para sacrificarse, saliole al paso una hermosa y dulce anciana, acaso la Virgen, quien entregándole un rosario le advirtió:
- Cuando la serpiente asome la cabeza fuera del agua, échaselo entre las fauces.
Y así ocurrió. Arrojole el rosario y la bicha murió entre horribles estertores, con la cruz atravesada en el tragadero. El cuerpo desapareció en el fondo para siempre jamás.
Al oeste del Tambarón, en el hermoso lugar de Salientes, la siniestra fama de El Llao también infundió en su tiempo mucho temor. Charlando hace unos días con Carmen, la artista de las Mil Madreñas Rojas, ella recordaba los años de su infancia, cuando le hablaban de una horrible serpiente que, por llevar viviendo en El Llao desde siempre, zampando ganados y pastores, había llegado a alcanzar un tamaño descomunal.
- No sé si la laguna causaba inquietud porque todos sabíamos que allí se ocultaba el monstruo o, por el contrario, fue la inquietud de los antiguos pastores la que terminó dando origen al mito. Así son también las leyendas, reveladoras y equívocas, como la voz de las Pitias.
El caso es que la laguna del Tambarón era inquietante y a mí, de pequeña, su solo nombre me causaba terror.
Parte de aquel pozo tiene un fondo más o menos claro y pedregoso pero el resto está cubierto de limo y de plantas acuáticas. Si arrojas una piedra en esa zona, ni siquiera escuchas el golpe contra el agua. Siempre oí decir que por allí había tragaderos profundos de donde jamás volvía a emerger lo que entraba. Todo el mundo sabía que varios bueyes de Montrondo habían desaparecido por aventurarse a beber más adentro de lo habitual y prudente.
En Salientes nunca nos explicaban con detalle cómo había sido la relación de los vecinos con la serpiente en aquellos tiempos del terror. Contaban que los antiguos habían llegado a un pacto, según el cual, el monstruo se comprometía a permanecer en las profundidades, sin dejarse ver, sin atacar a nadie, a cambio de que una persona del pueblo acudiera cada día de San Juan, a la salida del sol, para servirle de alimento.
Y así ocurría uno y otro año. Al amanecer de cada 24 de junio aparecía la bicha y, después de engullir a la víctima, volvía a dormitar en el fondo.
La persona que debía sacrificarse era determinada por sorteo. Y ocurrió que, en cierta ocasión, le tocó la desgracia a un anciano viudo y con varios hijos. Uno de ellos, la muchacha mayor, pensó que sería tremendo para sus hermanos perder al padre, por más que fuera hombre viejo. Y decidió entregarse ella misma al monstruo.
En la víspera de San Juan, por la tarde, la rapaza se puso en camino con intención de ir dormir al otro lado del Tambarón y despertar junto al agua, como exigía el acuerdo. Esta es la parte de la leyenda que más me angustiaba cuando yo era niña. El camino por donde subía la pobre muchacha era la senda de La Perdiguera, hoy ya extraviada. Pensábamos nosotros en lo que sentiría mientras doblaba las curvas, montaña arriba, viendo alejarse todo lo que conocía, sin nadie que la acompañase, yendo a encontrarse con la serpiente que emergería y la engulliría en cuanto el primer rayo del sol se posase en el agua opaca.
Esto es lo que afirmaba la tradición, aunque nadie sabía de verdad lo que allí ocurría. Sencillamente, los que iban no volvían ni aparecía rastro de ellos nunca más.
Rememoro la historia y, aun hoy, la ascensión de la chica por La Perdiguera arriba me parece lo más angustioso, lo más insoportable. Hasta el momento en que se encuentra con alguien que viene en sentido contrario. Es una mujer que desciende llevando un saco al hombro, que se detiene a la altura de la muchacha y trata de saber a dónde va por aquellos andurriales y a tales horas. La moza se lo explica. Lo que escucha la dama del saco es tremendo. La mira compasiva, busca algo entre sus ropas y le entrega un rosario advirtiendo que, tan pronto como la serpiente abra sus fauces para devorarla, se lo arroje dentro.
Al amanecer, el primer rayo de sol alcanza la superficie de la laguna. El agua se agita, se alborota y emerge la cabeza chorreante del monstruo que la mira, que se acerca ...
En cuanto la chica tiene ante sí aquella enorme boca abierta de par en par y siente el apestoso vaho del aliento, lanza dentro el rosario con todas sus fuerzas.
Entonces ocurre el milagro. En la garganta, el rosario crece súbitamente hasta convertirse en una inmensa cadena que se enreda por dentro y por fuera de la bicha y la arrastra hacia al fondo.
Según la mayoría de las versiones que escuché, la campesina del saco era la Virgen. Según todas, la serpiente aún sigue allí, apresada entre los goznes de la cadena. Nadie la ha vuelto a ver pero se sabe que por San Juan, al amanecer, cuando el primer rayo de sol pinta la laguna, se estremecen las aguas y parece oirse como un ruido metálico. La bestia recuerda que es el día y el momento de emerger para cobrar el tributo. Pero no puede hacerlo porque las cadenas se lo impiden y, después de un rato de furia, regresa al letargo.
Algunos han querido comprobar si esto que ocurre en las mañanas de San Juan es cierto, pero todos fracasan porque, al parecer, por alguna razón imposible de explicar, nadie aguanta en vela al pie del agua hasta el momento en que el alba se anuncia.

¿Y qué fue de Santa Marta?

Nota:

La iglesia ortodoxa sigue hoy venerando a la mártir Marina de Antioquía. Cuando su culto fue exportado a occidente, paso a llamarse Santa Margarita en algunas regiones. En las representaciones más antiguas (iconos coptos y bizantinos) aparece agarrando al demonio y propinándole golpes de maza en la cabeza, en alusión a la victoria sobre el pecado. En Occidente, el diablo fue reemplazado por un dragón y la leyenda incorporó un episodio nuevo: el demonio, bajo la forma de un enorme reptil, la habría atacado y ella lo rechazó con la Cruz.
A través de los siglos, la leyenda de Santa Marina de Antioquía se fue confundiendo con la de otras mártires. Alguna de ellas lleva el mismo nombre, como es el caso de la gallega Santa Marina de Aguas Santas.


Extracto de la web:

lunes, 12 de septiembre de 2011

Boñar, el reino de los niños.

(Basado en "El Reino de los niños", cuento recogido en "Peralvillo de Omaña", de David Rubio de la Calzada) Recogido de http://www.de-leon.com/default.asp?t=Leyendas&act=7&id=507 :

Hace muchos, muchísimos años, cuando el cielo estaba más cercano a la tierra que ahora, y el embravecido mar cubría infinidad de valles y montañas, vivía en Boñar un poderoso mago o hechicero. Tan alto como el más alto pino de la montaña, llevaba sobre la cabeza un frondoso árbol, de verdes hojas y tupido ramaje. Su barba, de muchísimas varas de largo, era de musgo, lo mismo que las cejas y pestañas. Su vestido era de corteza de encina, y su voz como el rodante trueno, y debajo del brazo llevaba una gaita tan grande como la iglesia de este pueblo.

Las más extraordinarias maravillas llevaba a cabo con el sonido de su gaita. Cuando la tañía dulce y suavemente, todo cuanto podía abarcar con su mirada se cubría de fresca y verde yerba; y si soplaba más fuerte, hasta podía crear cosas vivientes; mas cuando soplaba con furia se levantaba tal tormenta, que las montañas se conmovían en sus cimientos; y el mar, alborotado y furioso, y dando resoplidos como corcel refrenado, se retiraba a lo lejos, dejando anchos espacios de tierra al descubierto.

Una vez fué atacado por fuertes enemigos; pero, en vez de defenderse, se limitó a aplicar la gaita a los labios, y todos sus enemigos se convirtieron en pinos y robles.

Jamás se cansaba de tocar, porque recibía gran placer al percibir el eco de aquellas suaves notas en sus oídos; y aun se deleitaban mucho más sus ojos al ver cómo todo se animaba y cobraba vida en torno suyo. Aparecían innumerables rebaños de ovejas en las montañas y en los valles, y sobre la cabeza de cada una crecía un arbolito, por medio del cual el Mago conocía su propio ganado; y de las piedras esparcidas por allí hizo crear hermosos mastines, y cada uno conocía su voz.

Viendo que los habitantes de los países vecinos no eran tan buenos como fuera de desear, vaciló por mucho tiempo antes de crear seres humanos; mas, por fin, llegó al resultado de que los niños eran buenos y amables, así es que decidió poblar Boñar de niños solamente.

Y comenzó a tocar en su gaita la tonada más dulce que en su vida había sonado; y he aquí que aparecen niños y más niños, en muchedumbre infinita. Ya podéis imaginaros cuán maravilloso y encantador sería Boñar.

Allí no había otra ocupación que jugar; y las inocentes criaturas saltaban y brincaban radiantes de alegría, y eran en extremo felices. Trepaban por las enredaderas y chupaban la dulce miel de sus tallos; y se hartaban de los más codiciosos y dorados frutos de los árboles; dormían en camitas de musgo, y se columpiaban en las ramas de los árboles, y eran, en fin, tan felices como los angelitos de Dios en el cielo durante todo el día. Y aun durante la noche su felicidad se aumentaba, si es que era posible, porque el Mago tañía, para adormirlos, las canciones más suaves, de suerte que les infundía hermosísimos sueños.

Jamás se oyó en Boñar una palabra de enojo, porque aquellos niños eran tan dulces y alegres, que jamás peleaban unos con otros. Ni había tampoco ocasión de envidia ni pesar del bien ajeno, puesto que cada uno era tan feliz como su prójimo, y el Mago tenía muy buen cuidado de que hubiera siempre abundante ganado para alimentar a los niños; con la música había producir yerba en abundancia, para que los rebaños estuvieran siempre bien mantenidos.

Ningún muchacho se lastimó jamás, porque los fieles mastines los cuidaban y conducían a los lugares de más mullido césped, para que jugasen.

Si por descuido algún niño se caía al agua, un perro se encargaba de sacarle; y si algún otro se cansaba, uno de los mastines lo cargaba sobre sus espaldas y le conducía a descansar bajo la fresca sombra de un árbol frondoso.

En una palabra, los niños eran tan felices como los primeros habitantes del Paraíso; y nadie ambicionaba o suspiraba por alguna otra cosa, puesto que ninguno de ellos había visto más reinos o mundos que el suyo, tranquilo y venturoso.

También hay que advertir que ningún poblador de aquella tierra vestía con lujo o con vergonzosa pobreza, ni había suntuosos palacios al lado de miserables chozas; así es que nadie miraba con envidia a su prójimo.

Enfermedades o muertes eran desconocidas en Boñar, porque las criaturas habían venido al mundo tan perfectas como el pollo al salir del cascarón, y ni había necesidad de morir, teniendo como tenían abundante y espaciosa tierra donde habitar.

Nadie sabía allí leer ni escribir, ni tampoco era necesario, puesto que todo les salía a pedir de boca; ni había que tomarse la menor molestia por nada, y no estando expuestos a daño alguno, era inútil todo conocimiento.

Sin embargo, cuando hubieron crecido y se hicieron grandes, comenzaron a cavar pequeñas porciones de tierra y a construir chozas para sí mismos, alfombrándolas de musgo, exclamando con inusitado gozo: "Esto es mío." Y al decir uno de ellos "Esto es mío", los demás lo dijeron también.

Construyeron varios otros chozas como el primero, pero algunos, más listos u holgazanes, creyeron más fácil cobijarse en las que estaban ya echas, y entonces, cuando los dueños lloraban o se quejaban, los intrusos conquistadores se reían.

Por lo cual, los que habían sido despojados de sus viviendas trataron de reconquistarías con sus puños, y comenzó... la primera batalla.

No faltó uno que fué en seguida con el cuento al Mago, quien sopló con furia en la gaita, oyéndose un hórrido trueno que asustó terriblemente a los pequeños guerreros y supieron por vez primera lo que era miedo, y después se llenaron de ira contra el chismoso o correveidile que se fue con el cuento al Mago.

Y así comenzó la lucha y la división en el hermoso y pacífico reino del buen Mago.

Y se llenó de honda pesadumbre su pecho al ver que los pequeñuelos de Boñar se conducían del mismo modo que las gentes grandes de otros países, y pensó cómo atajar y remediar aquel mal.

¿Soplaría con furia la gaita y los barrería al mar y haría aparecer otra nueva gente? Pero los nuevos pobladores serían bien pronto tan malos como los primeros, y además amaba con honda ternura sus pequeñuelos.

Pensó más tarde destruir todo lo que fuera motivo de pendencia; pero entonces todo se tornaría seco y estéril, siendo así que la causa de la lucha había sido un puñado de tierra y un poquito de musgo, y, en realidad, porque algunos niños eran industriosos y diligentes, y otros holgazanes.



Determinó entonces regalarles algunas cosas, y dió a cada uno ovejas y perros, y un jardín para su uso particular. Pero esto sólo sirvió para aumentar la discordia.

Varios plantaron y cultivaron sus jardines, mas otros los dejaron abandonados; y viendo que los jardines de los diligentes estaban hermosísimos y que sus rebaños tenían sabroso pasto y daban leche en abundancia, la envidia y la rabia subió de punto. Los holgazanes formaron una liga contra los diligentes, les atacaron y arrebataron muchos de sus jardines.

Retiráronse al principio los buenos trabajadores a otros lugares más frescos, que se transformaron también en bellos jardines debido al sudor de su rostro y al trabajo de sus manos; pero después, cansados de la insolencia de los holgazanes, resistieron valientemente, y durante la refriega algunos perdieron la vida.

Al ver la muerte por vez primera les sobrecogió terrible pavor y tristeza, y juraron tener paz unos con otros para siempre.

Mas todo en vano; no pudieron permanecer tranquilos mucho tiempo; y como no les era permitido por el juramento darse muerte, comenzaron a robarse sus propiedades y utensilios con fiera alevosía... y las cosas iban de mal en peor.

Viendo lo cual, se apoderó tal tristeza del corazón del Mago, que de sus ojos brotaron ríos de lágrimas, ríos que, atravesando el valle, iban a perderse en el mar; y sin embargo, los malvados niños jamás consideraron que éstos estaban formados por las lágrimas que su bondadoso padre derramaba por ellos, y continuaron en sus pendencias, robos y asesinatos.

Por lo cual, el buen Mago lloraba más y más, hasta formarse impetuosos torrentes y cataratas que devastaban las tierras, formando un vastísimo lago, en el que perecieron ahogados innumerables criaturas.

Entonces cesó de llorar e hizo soplar un viento suave que secó la tierra anegada. ¡Pero qué espectáculo tan triste! Toda la verdura se había desvanecido, y las casas y los jardines yacían derribados debajo de montones de piedra; y los ganados, por falta de pasto, no daban leche. Entonces los despiadados niños cortaron los pescuezos de las ovejas con piedras afiladas, para ver dónde se ocultaba la leche; pero en lugar de leche corrió roja sangre, y al beberla se hicieron más fieros que nunca. Jamás se saciaban de ella.

Así, que mataron muchísimas otras ovejas, y robaban las de sus hermanos, y bebieron sangre y comieron carne.

Entonces dijo el Mago: "Es necesario crear más animales, de lo contrario pronto no quedará ninguno en la tierra." Y sopló otra vez en su gaita. Y he aquí que al instante aparecen toros salvajes y caballos alados de largas y escamosas colas y elefantes y serpientes. Y los niños comenzaron entonces a pelear con las bestias salvajes y crecieron altos y robustos. Algunas de las bestias se dejaron amansar; pero otras perseguían a los niños y mataron a muchos, y como ya no vivían en paz ni seguridad aparecieron pestes y enfermedades; de suerte que bien pronto llegaron a ser como los habitantes de los demás países; y el Mago estaba cada vez más triste y melancólico, desde que todo lo que había creado para bienestar y felicidad de sus hijos se convertía en mal irremediable. Sus criaturas ni lo amaban ya ni se fiaban de él; y en lugar de atribuirse a sí mismos la causa de todas aquellas terribles calamidades, la echaban la culpa al mismo bondadoso padre, diciendo que su creador les enviaba aquellos desastres por vía de entretenimiento.

Y ni siquiera escuchaban ya el dulce son de la gaita que tanto había deleitado sus oídos en los primeros días, y por cierto que el gigante no se cuidaba ya de tañerla.

Abrumado de tristeza yacía dormido por largas horas bajo las sombras de sus cejas, que habían crecido muy largas, cubriéndole el rostro. Mas a veces despertaba, y aplicando la gaita a sus labios soplaba con tal energía y furor que se levantó una temerosa tempestad, haciendo chocar unos árboles con otros, y al poco tiempo todo el bosque ardía en llamas. Entonces se levantó con el árbol que crecía en su cabeza, y tocando las nubes, rasgó su seno y descendió copiosa lluvia que en breves instantes apagó el fuego.

Entretanto los seres humanos sólo tenían un pensamiento: cómo hacer callar aquella odiosa gaita para siempre. Así es que se armaron de lanzas, espadas, hondas y piedras, y se apercibieron para dar la batalla al gigante; mas éste, al verles, soltó tan tremenda carcajada, que hubo un temblor de tierra, tragándose a muchos de ellos con sus chozas y ganado.

Entonces enviaron otro ejército provisto de resinosas teas de pino para quemar su barba; pero él no hizo más que estornudar y se apagaron al instante las antorchas, derribando por tierra a todos sus enemigos. Un tercer ejército trató de amarrarle mientras dormía; pero con estirar sólo sus miembros, rompiéronse al instante sus ligaduras, reduciendo a átomos a todos los que le rodeaban.

También enviaron contra él todas las bestias y animales feroces; mas apenas él lanzó un ligero soplo al viento, cuando comenzaron a caer abundantísimos copos de nieve que lo fué cubriendo todo y sepultó profundamente a los animales, esparciendo una espesa capa de hielo sobre ellos, de suerte que, aunque ya no se ven sobre la tierra aquellas feroces bestias, aun yacen con piel y carne allá, heladas, ateridas, pero sin haber cambiado de forma.

Trataron, por fin, de robarle la gaita mientras el gigante yacía dormido; pero la tenía debajo de la cabeza, y era tan pesada, que ni los hombres ni las bestias juntos eran capaces de moverla. Mas abrieron astutamente un agujero en el fuelle, y ¡oh terror!, se levantó tal tormenta, que nadie podía distinguir la tierra, el mar o el firmamento por la espesa negrura que todo lo envolvía, pereciendo en aquel cataclismo casi todo lo que alentaba sobre el Universo.

Pero el gigante ya no despertó jamás, y allí yace todavía durmiendo con la gaita debajo de la cabeza, sonando a veces, cuando los vientos soplan de aqueste lado de los Pirineos.

¡Si alguno pudiera poner un parche en el fuelle de aquella encantada gaita, Boñar volvería a ser otra vez del dominio de los niños!